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Testimonio de Tamara Gómez

Joven menesiana uruguaya en San Borja (Bolivia)

¿Cómo empezó todo? ¿Cómo surgió la inquietud de la misión?

Me impresiona a veces mirar para atrás y ver cómo todo se fue hilando y acomodando para hoy estar donde estoy.

Al hacer el ejercicio de releer mi vida sentí que empezaba a ver a Dios. Por ejemplo, cuando recorro mis pasos hasta hoy, hasta San Borja (Bolivia), y descubro todas esas “coincidencias”, encuentros casuales, las supuestas arbitrariedades de la vida, las personas con las que fui tejiendo lazos, que fueron guiándome hasta acá. Todo eso, hoy me habla de Dios, y de cómo Él fue estando y hablando en cosas tan cotidianas que, en un primer momento no las reconocí como cosas de Él.

¿Dónde o cómo empezó todo exactamente?

¡No lo sé! Cosas de Dios, me animo a decir hoy… y estoy convencida. Creo que todo se inició en lo sencillo, en la vida pastoral del Colegio La Mennais (Montevideo-Uruguay). Y también en las experiencias que había vivido de más chica acompañando a mi mamá a los lugares donde iba como voluntaria a dar una mano, viéndola siempre metida en algo. Fue haciéndose más fuerte con los tiempos de voluntariado en el Colegio, las experiencias de servicio en el Dionisio Díaz (Maldonado). Recuerdo el disfrute que acompañaba esas experiencias y el deseo de volver a repetirlas. Los campamentos, las propuestas de animación, en las que fui encontrando mi lugar, y la tremenda admiración que sentía por los catequistas y educadores que me acompañaban en esos espacios y que me provocaban esa sensación de “quiero hacer lo que hace tal”.

En el contacto con la gente, con carencias y realidades bien diferentes a las mías, fui descubriendo una necesidad y ganas de meterme más, de hacerme más parte. Allí era donde encontraba mi lugar, me hacía feliz y a la vez me dolía, había realidades que me hacían sufrir, y me interrogaban y me llamaban a hacerme parte.

Un día me invitaron a un grupo misionero salesiano. Se trataba de un grupo de jóvenes con intención de ir discerniendo a qué va llamando Dios con la misión como centro. En ese grupo descubrí que Dios llama. Cosa importante: ¡Sentirse llamado para poder responder! Fui descubriendo una forma hermosa y bien cercana de vivir y de sentir a Dios y conociéndolo me fui enamorando. Al principio lo vivía más como observadora, mientras iba conociendo esa nueva forma de vivir a Dios. Así fui descubriendo la fe como una relación entre dos personas, y donde uno también tiene un “rol activo”. Ahí empezó a surgir ese sentir que Dios me llamaba a algo. Siempre que aparecía el tema de la misión había algo que se movía adentro.

Y desde ahí, aprendiendo a rezar, empezando a disfrutar los momentos de oración, con experiencias fuertes de misión… fue todo ir dejando que Dios hablara. Sentía algo que se me encendía en el pecho cuando escuchaba testimonios de misioneros, canciones, en algunos momentos de retiro, etc. Y en ese ir dejando que Dios fuera hablando se fueron dando las cosas para llegar al hoy.

¿Qué es para vos la misión?

Para mí la misión es un sentir. Un sentir que se vuelve manera de seguir a Jesús y de ser cristiano en la vida cotidiana. En los gestos, en las formas de estar y de ser con los otros. Para mí supone el deseo de querer y dejarse transformar el corazón por Dios y sentir la necesidad de Dios en uno. La misión se manifiesta en las ganas de seguirlo buscando, encontrando e ir dejándolo hablar en nuestra vida.

A veces hay “formas concretas de misión”, en las que vivimos experiencias de servicio en grupo o solos. Por ejemplo, cuando te vas unos días de misión con un grupo del colegio, de la parroquia, etc. Yo creo que esas experiencias siempre nos terminan transformando. Son experiencias fuertes que nos hablan de Dios, que se viven con una intensidad especial y en las que en el encuentro con los otros nos vamos transformando y nos hablan de Dios. Son experiencias que nos sirven para ir avivando la llama de la fe y fortaleciéndola. Para mí, este tipo de experiencias son fundamentales porque nos acercan a Dios, nos interpelan, nos enfrentan con realidades distintas a las nuestras. Son como recargas que nos sirven también como reservas para volver a ellas en los momentos que nos alejamos un poco. Los tiempos de misión son momentos en los que el corazón se transforma, en los que la vida va tomando otro sentido.

En esos momentos más “concretos de misión” es fácil sentir a Dios, porque todo nos habla de Él. Pero, no hay que olvidar, que la misión no deja de estar presente donde cada uno está. Una vez que conocemos a Jesús, que nos encontramos con Dios, se vive ese deseo de transformar la vida en una misión. Uno es misionero los 15 días o los 3 días que se va de misión con un grupo; pero, también es misionero cuando vuelve a casa, en el trabajo, en el estudio, con los amigos y cuando se sube al ómnibus. Ese es el desafío. También supone que uno se dé tiempos para la oración, para la reflexión, para el servicio. Estas son cosas que, a veces, en la rutina de cada día dejamos en segundo plano.

Y vivir la vida como una misión, requiere una actitud activa. Es vivir buscando a Dios, escuchando lo que va diciendo, preguntándole dónde nos quiere en esa cotidianeidad y en esa rutina, que transformada por el sentido deja de serlo.

En Dios yo encuentro mi autenticidad y en la vida entregada al otro, siento, que mi vida se hace más vida, toma otro sentido, tiene más sabor y es un sabor que no se encuentra en otro lado. De lo que sí estoy segura es que la misión requiere mirar al otro de una manera especial y, sobre todo una preocupación constante por el más pobre (y pobre en el amplio sentido de la palabra). La misión para mí es sentir paz en el corazón porque sé que no voy sola. Es sentir que la felicidad está donde Dios me quiera y, sobre todo, es constante búsqueda y discernimiento. La misión no se acaba nunca.

¿Cómo has vivido este tiempo de misión?

Es difícil poner en palabras un sentir que se escapa de lo que se puede explicar. Uno siempre llega a los lugares con expectativas, ansiedades, deseos, miedos, preguntas, ganas y un montón de imaginarios que hacen difícil en un primer momento el poder estar en el lugar de misión con todos los sentidos, sin agregar cosas nosotros.

El primer tiempo fue aprender a estar y aprender a disfrutar de lo que era sin estar constantemente pensando en “como sería si…” o “esto estaría mejor si…”.

Después de que uno va aprendiendo a estar con todos los sentidos, empieza un camino hermoso a disfrutar: Abrazar lo que hay y lo que toca hacer.

En este tiempo ha sido muy fuerte el sentir a Dios haciéndose tangible, palpable en un montón de cosas de la cotidianeidad: en el abrazo de los ‘gurises’, en el encuentro con las familias, en los momentos de oración, en el sentimiento de paz en el corazón y otras muchas cosas.

Todos tenemos esa necesidad y ese deseo de “ser útiles” donde estemos. ¡Es normal! Y esto pasa también cuando uno elige irse de misión. Creo que en esos casos se intensifica. Uno quiere ser útil. Llegas pensando todas las cosas que va a hacer para cambiar la realidad, todo lo que podrías hacer para transformar. Uno quiere dejar una huella, y una grande, hasta que te corres del medio. Y eso también se aprende en el camino. Para mí, eso fue lo mejor de este tiempo. Aprender a correrme del medio y dejarlo a Dios en ese lugar. Dejarlo a Él en el medio. Ese dejar de buscar qué hacer constantemente y empezar a disfrutar de las cosas simples que van surgiendo.

Este tiempo ha sido también tiempo de encuentro, de encontrarme conmigo misma, de conocerme, de convivir conmigo y de entrar en contacto con cosas, a las que tal vez en lo cotidiano les podemos huir. Pero, en tiempos como este no queda otra que dejarlas ser. Tiempo de crecer mucho y sobre todo de sentirme muy ‘disfrutada’ por Dios. Lo de sentirme disfrutada por Dios me cuesta mucho cómo explicarlo. Es ese sentir que durante toda la experiencia fui confirmando que acá era donde tenía que estar. Y sentir que es también donde Dios se alegra de que esté, y que me lo demuestra en sentimientos que me nacen, en gestos, en las actividades, en los gurises, en las familias… Fue un tiempo precioso de aprender a gozar la oración de otra manera, de agarrarle más gusto a los momentos de intimidad con Dios y también de aprender a disfrutar y a hacerla también en esos tiempos en los que me siento más “vacía”. Obviamente que no faltan momentos de angustia, de rabias, de dolor. Y eso también permite conocerse y enfrentarse a esas situaciones; y, sobre todo, lo lindo en esos momentos, sentir más fuerte a Dios.

Algo que viví con mucha fuerza, fue el darme cuenta que a Dios no hay que salir a buscarlo a ningún lado, que Dios está en uno donde sea que estemos. Y en todo caso, si hay que buscarlo en alguna parte, es en nosotros. Por eso, la oración es re importante. Antes de venir tenía esa idea como de “bueno, cuando llegue a San Borja Dios va a estar esperándome y me voy a encontrar de verdad con Él”. Y acá entendí que no me estaba esperando, venía conmigo desde allá y dando pistas incluso antes de que yo lo sintiera en mi vida. En fin, ha sido un tiempo de mucha felicidad, de amar mucho y de sentirme muy amada.

¿Qué papel jugó lo menesiano en todo esto?

Hacer la experiencia en la Familia Menesiana fue muy especial porque me siento parte de la Familia, me siento menesiana y siento que estando acá también estoy en familia.

Mi camino de vida menesiana empezó en el colegio menesiano de Montevideo al que integré en 2008, y del que sigo siendo parte. En el Colegio tuve mis primeras experiencias de misión, de voluntariado, de animación que me fueron despertando esa inquietud del servicio y la misión.

En la secundaria participé del grupo de Animación Pastoral. Allí descubrí mi encanto por animar. Sentí que iba conociendo una parte de mí que no conocía. Me encontré con gente a la que admiro profundamente, que fue testimonio vivo de fe para mí y que me acompañó también en mi camino de fe. En este espacio fui conociendo también esos talentos que tenía y que luego se fueron transformando también en vocación. Además de las experiencias en el Colegio, vinieron experiencias con jóvenes de otras comunidades menesianas, en las que me encontré con gente que también me fue mostrando a Dios. Así se me fue despertando cierta curiosidad y entusiasmo.

Luego de todas estas vivencias, encuentros, personas, hoy puedo decir que el carisma menesiano es también una forma en la que elijo seguir a Jesús. A Juan María siento que lo fui conociendo sobre todo en el último tiempo. Al principio vivía más lo menesiano más desde la pertenencia a una institución y a un grupo y no desde un verdadero acercamiento a la persona de Juan María o una elección del carisma como forma de seguir a Jesús, con todo lo que supone.

Hoy para mí Juan María es una persona que me despierta muchísima admiración y en la que me encuentro. No lo siento lejano como antes. Cuando me lo imagino en su tiempo mirando esa realidad que vivían los jóvenes, que seguro le dolía, me veo sintiendo lo mismo. Siento que vibro también con ese sentir. Y lo que más me gusta, y a la vez me habla y me interpela hoy, es que no solo se limitó a sentir dolor o “lástima” por una realidad del momento y quedarse mirando, se puso la camiseta y se movió, sintió. Hizo algo con ese sentir. Para mí eso nos habla hoy también. No es un cuentito del pasado.

Hay algo de Juan María que me encanta y que me habla a mí en el presente: Su confianza en Dios y sentirlo cerca expresado en el “Dios Solo”. Ver en esa persona tanta confianza puesta en Dios, también me cuestiona mi forma de confiar. Juan María me acompaña en mi camino personal de crecimiento en la fe y me anima a confiar más. El carisma menesiano tiene un montón de “conceptos” preciosos y hacerlos parte de nuestra vida es una forma de ayudarnos a acercarnos a Dios y de vivirlo.

¿Qué le dirías a un joven que se está planteando la posibilidad de hacer una experiencia de misión?

¡Que confíe, que se anime! La oración, el ir decantando e identificando los sentimientos que me iban invadiendo cuando me pensaba a mí en una futura misión fueron re importantes. Pero, sobre todo, que se anime. La misión es un tiempo donde uno se comparte tal y como es con la gente que se va encontrando, también, tal y como es.

A veces le ponemos mucho peso a cosas como: ¿Qué voy a hacer cuando este allá? ¿Y si no sirve lo que hago? ¿Y si extraño? ¿Y si no encuentro mi lugar? Esas son preguntas que ya estando en el lugar se responden más fácilmente.

La experiencia es animarse a estar en un lugar con todo el corazón; poder dar una mano en lo que se vaya pudiendo o te vayan pidiendo; y sobre todo, el disfrute del encuentro con los demás, con uno mismo y con Dios. Yo creo que es sacarse esa idea que a veces tenemos de “voy a ir a ayudar” y cambiarla por “voy a ir a estar”. A veces le damos a la misión como ese toque de “heroísmo” o pensamos que tal vez tenemos que hacer grandes cosas o generar algún cambio; pero, lo único que se necesita son ganas de encontrarse con los otros, ganas de servicio y ganas de compartir nuestra vida.

La misión es un tiempo en el que se crece mucho y en muchos sentidos. Es un tiempo en que se ama mucho, y en el que uno también se siente muy querido. Es un tiempo de aprendizajes y que sin duda enriquece mucho la vida.

Así es que, ¡animarse!

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